Hoy sí que sí, no había otra opción tocaba madrugar. Antes de las 9:30 teníamos que llegar al aparcamiento del Lago di Braies, a unos 50 minutos en coche desde el Lago Misurina, donde nos estábamos alojando. ¿Por qué tanta prisa? A esa hora cierran la carretera de acceso al lago, y después solo puedes llegar en autobús desde un pueblo lejano o pagando una cantidad desorbitada, siempre y cuando hubieras reservado con antelación... cosa que, obviamente, no habíamos hecho.
El Lago di Braies es el lago natural más grande de los Dolomitas, rodeado por imponentes montañas y densos bosques que se reflejan en sus aguas como un espejo. Su color turquesa y su entorno mágico lo convierten en un lugar de postal. Por desgracia, esto también lo hace un destino ultramasificado.
Uno de los puntos más icónicos del lago es su pequeño embarcadero, donde puedes alquilar barquitas de remos a precios de yate. Si prefieres algo más relajado y gratuito, puedes recorrer la ruta circular que rodea el lago. Es un paseo sencillo y agradable que te permite disfrutar de este increíble lago desde todos los ángulos.
Llegamos sobre las 9:00 y para nuestra sorpresa, había muy poca gente. Pudimos aparcar casi en el acceso al lago, un lujo. El aire fresco de la mañana nos recibió acompañado de algunas nubecillas. Por suerte, a medida que avanzaba el día, fue mejorando y salió a ratitos el sol. Preparamos las mochilas y el almuerzo y nos pusimos en marcha para empezar la ruta.
El acceso al lago es un corto camino que, de repente, te deja frente a él, como si apareciera de la nada. La primera impresión es simplemente espectacular. El Lago di Braies es enorme, como un espejo gigante que refleja todo su entorno de manera perfecta. Nada más llegar, te encuentras con una playa que ofrece la primera perspectiva del lago, con el pico Croda del Becco de fondo. Al lado de esta playa, está el embarcadero, y aunque era temprano, ya había movimiento y las primeras barcas comenzaban a navegar.
Después de dos horas completamos la ruta circular alrededor del lago, fue un paseo precioso. Al volver al coche ya se notaba que era más tarde, las 11:30 y aquello estaba a reventar.
Ahora tocaba decidir cómo ir a Trento. Teníamos dos opciones: atravesar unos cuantos puertos de montaña, disfrutando de paisajes increíbles en un viaje de unas 4 horas, o ir por la autopista y llegar rápidamente en 2 horas. Yo ya estaba un poco cansado de tanto coche, así que optamos por la autopista… gran error... Nos comimos un atascazo monumental que convirtió el trayecto en una pesadilla de más de 5 horas. Y lo peor, los paisajes eran aburridísimos, sobre todo comparados con la otra opción. Finalmente, llegamos a Trento a las 17:00 agotados, pero bueno, ¡llegamos!
Aparcamos en el centro, muy cerca de la catedral. La única forma de recuperar el humor después de ese suplicio fue con un buen helado en la Plaza del Duomo. Nos sentamos en una terraza y mientras Álex se entretenía jugando con un gorrioncito, el resto disfrutamos del helado.
La siguiente misión era conseguir algo para cenar y también algo para comer en nuestro plan secreto del día siguiente. Cerca de la plaza encontramos un supermercado, y justo al lado, había un parque infantil con una zona de escalada y otra zona para los más pequeños. Nos vino de lujo para relajarnos mientras los dos mayores se picaban intentando dar la vuelta completa al rocódromo.
Y eso fue todo lo que vimos en Trento: cuatros calles, una plaza, una heladería, un supermercado y un parque. Después de tantos días disfrutando de montañas, lagos y paisajes alucinantes, no apetecía nada hacer turismo de ciudad.